(En cursiva, greguerías de Ramón Gómez de la Serna)
Gracias por
avisar a las tres y cuarto de que llegas tarde. Si ya ha caído el rayo, el aviso del trueno sobraba. Habíamos
quedado a las tres.
Dicen que el reloj no existe en las horas felices,
lo que digo yo es que en las horas previas, sí: y el tiempo se ralentiza. Me siento
en un banco del parque y miro ansiosa el móvil a ver si vuelves a
escribir diciendo que te queda poco para llegar. En unos minutos mis piernas se
llenan de hormigas y tengo que huir. Es gracioso, las hormigas llevan el paso apresurado como si les fuesen a cerrar la
tienda. Parece que hubieran aprendido las prisas de la ciudad.
Tengo que
admitir que hace un perfecto día de primavera para esperarte aquí, a la sombra
de un árbol, aunque sea de pie. Los niños corretean y gritan a sus anchas y los
viejos pasean con sus andadores. Me intrigan los ancianos, con todas esas
historias vividas transformadas en arrugas. Algunos realmente tienen cara de
pasa. Las pasas son uvas octogenarias,
la diferencia es que sus arrugas no cuentan nada. Me asusta llegar a vieja,
parece que a partir de una edad la muerte te ronda en cada esquina. La muerte…
No me gusta pensar en eso, pero siempre existe un pensamiento consolador: el gusano también morirá.
Me vibra el móvil,
parece que ya llegas, sólo cinco minutos más. Me pongo nerviosa al recordar lo
perfecto que fue el fin de semana pasado. Cenamos en un restaurante acogedor y
después paseamos bajo la luz de las farolas (sé que “bajo la luz de la luna”
queda más bonito, pero no llegaba su luz y además la luna es un banco de metáforas arruinado).
Son más largas las calles de noche que de
día y el paseo se alargó, o quizás es que caminábamos muy despacio, para
que no se acabara nunca. Nadie sabe cómo terminé subiendo a tu casa. Hay mil
cosas que recordar y saborear, auqnue mi momento preferido fue ése
en que después de usar el dentífrico nos
miramos los dientes con gestos de fieras, las dos frente al espejo. La vida
es bonita contigo.
Llegas.
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